Alguien dijo que ‘El futuro no es más que el pasado que regresa’. No 
es exactamente así, claro, pero en el presente pueden verse tendencias, 
muchas, que se dieron ayer; y en el futuro podrán verse algunas de las 
que hoy se están dando.
Entre 1973 y 1979 las grandes compañías se fueron dando 
cuenta de que podían dar por liquidado el espíritu del Tratado de 
Detroit firmado en 1950 entre el sindicato United Auto Workers (UAW) y 
las tres compañías automovilísticas de Detroit (Ford, GM y Chrysler), y 
por el que la UAW se comprometió a restringir su derecho a ir a la 
huelga a cambio de aumentos salariales en línea con la inflación, 
obtención de cobertura médica, contribución a planes de pensiones por 
parte de las empresas, minimización de los despidos y ganancias de días 
de vacaciones; acuerdo que fue modelo para otras empresas de otros 
sectores y de otros países, y que implícitamente estuvo presente en los 
programas de los partidos políticos cristianodemócratas y 
socialdemócratas de todos los países. Nuevos desarrollos tecnológicos, 
nuevos procesos organizativos y la posibilidad de deslocalizar procesos 
productivos a países más baratos y con legislaciones más permisivas hizo
 innecesario mantener lo acordado. En mi libro ‘La Economía. Una 
Historia muy persona’ desarrollo el tema en profundidad.
 
A principios de los 80 comienza el declive del bienestar que había 
sido suministrado a los trabajadores y ciudadanías del Sistema 
Capitalista desde el final de la II Guerra Mundial a fin de impulsar el 
crecimiento y mantener la paz social y del que el Tratado de Detroit era
 parte. Ya no era necesario pagar tanto a los trabajadores ni mantener 
sus condiciones de trabajo ya que debido a la tecnología y a la nueva 
organización la demanda de trabajo tiende a ser inferior a la creciente 
oferta de trabajo –más aún si se permite una cierta inmigración–, y lo 
que sí es esencial es mantener la inflación lo más baja posible a fin de
 que no se drenen beneficios y dividendos. La deslocalización abarata 
fabricados que pueden ser consumidos por los trabajadores peor pagados 
que han tenido que aceptar salarios menores en puestos de peor calidad, 
mientras que los bienes de más valor serán exportados en un mercado 
internacional que avanza en el desarme arancelario. En el interior estas
 medidas se acompañaron con descensos de impuestos que sobre todo 
beneficiaban a las rentas más elevadas.
Entre 1980 y el 1991 los beneficios crecieron, las cotizaciones 
bursátiles aumentaron, se creó un montón de ‘valor para el accionista’ a
 la vez que se disparó la desigualdad en la distribución de la renta y 
los salarios reales mantuvieron una evolución prácticamente plana. Nadie
 lo bautizó así, pero lo sucedido en esos once años fue una completa, 
total y absoluta devaluación interna en todos los países, una situación 
que tan bien resumió aquella frase del Presidente Ménem: ‘Estamos mal, 
luego vamos bien’. El problema es que se alcanzó el límite.
El límite en la capacidad de consumo de la población, en las 
posibilidades de inversión, en la generación de beneficios, en la 
escalada de las cotizaciones bursátiles, y tuvo que inventarse algo. Y 
ese algo fue el crédito, primero en forma de plástico y luego en forma 
de hipotecas y plástico. Un algo que posibilitó que entre 1993 y el 2007
 que el mundo fuese bien aunque los salarios medios reales creciesen muy
 poco. A través de un instrumento tan sencillo como dar una capacidad de
 endeudamiento astronómica a todo el mundo, hasta a los pobres, se 
consiguió encadenar en todos las economías capitalistas tasas de 
crecimiento desorbitadas. Su contrapartida ha sido una deuda que hoy es 
impagable y un montón de activos a muchos de los cuales el valor se le 
supone.
En el 2007 y definitivamente en el 2010 la crisis. Una crisis 
provocada por el agotamiento de la capacidad de endeudamiento y por el 
exceso de capacidad productiva, y que desembocó en déficts públicos 
desorbitados que hubo que financiar con emisiones de deuda pública 
creciente. Una situación que era necesario arreglar. Y el arreglo 
consistió, está consistiendo, en recortes de gasto público, recortes 
salariales, adelgazamiento de estructuras de personal, crecimiento de 
trabajo-bajo-demanda, … todo ello acompañado, de momento, de muchas 
promesas por parte de todos los políticos y de enormes deseos de soñar 
por parte de gran parte de la población. Cierto: en algunas latitudes se
 han inyectado en la economía cantidades enormes de dinero porque era 
sabido que ese dinero iba a ser aceptado, pero ese proceder tiene un 
límite y ahora se debe eso inyectado. Evidentemente la desigualdad ha 
seguido aumentando.
El planeta está viviendo una nueva y gigantesca devaluación interna 
que busca deshinchar una megaburbuja de deuda impagable, siendo una de 
las consecuencias de tal proceso una creciente concentración de la 
riqueza en las pocas manos de quienes tienen los resortes productivos, 
financieros y organizativos del planeta debido a que el resto de la 
población cada vez es menos necesaria y nada lleva a pensar que tal 
situación vaya a cambiar en el futuro. Se fuerza el abaratamiento de lo 
menos necesario: salarios, prestaciones sociales, condiciones de 
trabajo, gasto en sanidad, en educación, incluso en vías de comunicación
 que no sean de peaje, … a fin de reducir las necesidades financieras, 
siendo el resultado de ello el reforzamiento de los imprescindibles 
resortes mencionados beneficiando a quienes los ostentan.
La gran diferencia entre la actual devaluación interna y la de los 80
 radica en que 1) entonces había alternativas, que implicaban un 
empeoramiento, pero las había: siempre un trabajador especializado en el
 mantenimiento de hornos de una siderurgia podía ir a expender 
hamburguesas en un restaurante de  comida rápida y buscarse otros dos 
empleos semejantes a fin de intentar mantener su poder adquisitivo; hoy 
esa vía está cerrada; y 2) de alguna manera la población continuaba 
siendo necesaria para hacer lo que hubiera que hacer y para, más 
adelante, consumir una vez rearmado el proceso económico tras recomponer
 el decorado, lo que llegó tras el 2001; pero hoy se sabe que esta 
situación no va ser transitoria y se conoce que segmentos enteros de 
población van a ser innecesarios. Por eso la actual crisis es sistémica y
 aquella no lo fue.
La mayoría de la población de los países en los que el capitalismo se
 halla enraizado ha retrocedido en sus estándares de vida y ha empeorado
 sus expectativas de futuro, en unos lugares más que en otros, pero en 
todos. La crisis ha traído recortes de prestaciones y de servicios 
públicos, bajadas salariales y aumentos del desempleo, y lo peor es que 
todo esto ha llegado para quedarse. Es decir, nunca se va a volver a ‘lo
 de antes’ porque aquello era insostenible y porque no es necesario 
volver. Ahora se crecerá menos, pero quienes ostentan los resortes 
proporcionalmente aumentarán su participación y su control porque ‘el 
capital’ ya está teniendo una importancia decisiva. Los insiders y los 
outsiders.
Bienvenidos al nuevo modelo.
Santiago Niño-Becerra. Catedrático de Estructura Económica. IQS School of Management. Universidad Ramon Llull.
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