El segundo de los fraudes nada inocentes que Mosler le atribuye a la teoría monetaria ortodoxa es esa tan conocida máxima de que ”los déficits públicos actuales los terminan pagando nuestros nietos”. El economista de la MMT cree que no, que en términos colectivos nuestros nietos siempre consumirán aquello que produzcan, haya deudas pendientes de pago o no.
Mosler intenta probar su razonamiento equiparando, por un lado, el papel moneda que crea el Estado (los euros o los dólares) con una cuenta corriente en el banco central y, por otro, la deuda pública con una imposición a plazo fijo (la realidad actual es más compleja: los ciudadanos poseemos cuentas corrientes en bancos comerciales y éstos mantienen un pequeño porcentaje de las mismas en forma de cuenta corriente en el banco central de turno, lo que les computa como sus reservas legales; pero la diferencia es irrelevante para analizar la cuestión de fondo que plantea Mosler). Así, de acuerdo con este economista, cuando el Gobierno de EEUU imprime dólares para gastar, sólo estaría incrementando la cuenta corriente que algunos ciudadanos poseen en última instancia en el banco central, mientras que cuando esos ciudadanos compran deuda pública, únicamente estarían reemplazando los dólares de su cuenta corriente por un depósito a plazo fijo (y, a su vez, cuando los depósitos a plazo vencen, tan sólo se sustituye esta imposición por un mayor saldo en la cuenta corriente del antiguo impositor). Mosler, pues, no ve ningún problema básico: todo se trata de un movimiento contable. Es más, si la economía está funcionando por debajo de su capacidad potencial, el gasto gubernamental puede ser incluso beneficioso, fomentando una mayor producción agregada.
La misma lógica, de hecho, la aplica a la financiación del déficit exterior de un país como EEUU. Como es sabido, EEUU mantiene una importante deuda exterior con China resultante de que durante muchos años le ha comprado más bienes y servicios de los que le ha vendido. Mosler cree que EEUU puede financiar permanentemente ese déficit comercial imprimiendo dólares. Así, la deuda comercial que los estadounidenses mantienen con los chinos es perfectamente pagable sin que recaiga sobre las espaldas de sus nietos: cuando venza, simplemente tendrán que imprimir dólares necesarios (esto es, sustituir la imposición a plazo fijo que China mantiene en la Fed por una cuenta corriente de China en la Fed) y, a partir de ahí, los ciudadanos chinos podrán comprar cualesquiera bienes estadounidenses que estén a la venta. Nada de ello, dice Mosler, afecta a la riqueza de los ciudadanos estadounidenses: la deuda se puede pagar sin empobrecernos.
En suma, como decíamos reproduciendo la doctrina de la MMT, la producción anual se reparte entre todos los ciudadanos que deciden gastar sus dólares en ese momento. Los nietos no pagan retrospectivamente las deudas de sus ancestros, ya que entre todos consumen lo que se ha producido ese año: no podría ser de otro modo. El razonamiento de Mosler parece acertado, pero no: su argumentación adolece de dos serios errores; uno desde la perspectiva estática y otro desde la perspectiva dinámica.
Los errores en la perspectiva estática
El primer y básico error es que, en contra de lo que sostiene el economista de la MMT, nuestros nietos sí terminan empobreciéndose por el exceso de gasto estatal. Es verdad que desde una perspectiva de consumo agregado no lo pagan cuando se trata de endeudamiento interno, pero esto puede predicarse también de cualquier deuda privada: si A le paga a B 100 um, el consumo conjunto de A y B no cae (A consume 100 menos y B consume 100 más). El asunto es que la deuda pública sí la terminan cobrando algunos nietos (aquellos que han proporcionado financiación al Estado y, por tanto, son acreedores del Estado) a costa de que la paguen otros nietos (aquellos que son acreedores del Estado y todavía no han cobrado su deuda).
Podemos visualizarlo fácilmente. Supongamos que el Estado desea comprar coches oficiales y que, en lugar de recaudar impuestos, opta por imprimir billetes de dólar. El dueño del concesionario, tras cobrar esos billetes, dispondrá de tres opciones: o los gasta en comprar otros bienes y servicios (de consumo o de inversión) o los destina a comprar deuda pública (la imposición a plazo fijo, que decía Mosler) o los atesora (en realidad, el atesoramiento de papel moneda estatal equivale a un préstamo al Estado a un tipo de interés cero, de modo que su análisis lo incluiremos dentro del de la deuda pública). Si opta por lo primero (gastarlos en consumo o inversión), los precios de los bienes de consumo o de inversión aumentarán,reduciendo la cantidad de bienes de consumo o de inversión que pueden adquirir el resto de tenedores de dólares. En tal caso, como suele decirse, la dilución del valor del dólar por su mayor cantidad equivale a un impuesto sobre los tenedores de dólares y sobre los tenedores de deuda pública no vencida (tenedores de dólares depreciados futuros), que serán quienes financiarán el sobregasto estatal con cargo a la mayor impresión monetaria.
Justamente, con tal de evitar un fuerte shock inflacionista sobre las generaciones presentes, los Estados suelen inducir a parte de los tenedores de dólares a que compren deuda pública, esto es, a que conviertan sus “cuentas corrientes en la Fed” en “imposiciones a plazo fijo en la Fed”. De esta manera, el Estado logra que no todos los tenedores de dólares los hagan circular al mismo tiempo calmando las tensiones inflacionistas. Desde un punto de vista agregado, parte de los ciudadanos se abstienen de gastar sus dólares durante un período de tiempo (el plazo de duración de la deuda pública) para que el Estado pueda gastar más hoy sin que el resto de sus conciudadanos se vean forzados a gastar menos hoy.
Pero eso sólo supone aplazar el problema: cuando la deuda pública venza en el futuro y se amortice con dólares de nueva impresión (aumentando el saldo de su cuenta corriente en la Fed), el tenedor de esos nuevos dólares podrá gastarlos en bienes de consumo o de inversión,restringiendo la oferta de bienes disponibles para el resto de sus conciudadanos. La única manera que tendría el Estado de evitar que esa inflación no devorara el poder adquisitivo de esos conciudadanos sería drenando dólares de la sociedad, esto es, subiendo los impuestos (forzando a que los contribuyentes “ahorren”) o bajando el gasto (forzando a que los receptores de transferencias del Estado “ahorren”, no recibiendo los dólares que se les había prometido recibir). En los tres casos (inflación, más impuesto, menos gasto), la deuda pública presente la paga una parte de las generaciones futuras, esto es, una parte significativa de nuestros nietos (todos aquellos que sean acreedores de deuda pública no vencida, especialmente cuando ésta adopta la forma de pasivos fiscales).
Acaso el punto se comprenda más claramente en el contexto del comercio internacional: si EEUU intenta amortizar con dólares de nueva impresión toda la deuda pública que poseen los ciudadanos chinos (a cuenta de los déficits comerciales pasados de EEUU), éstos pasarán a disponer de un gigantesco poder adquisitivo con el que sobrepujar por los bienes y servicios producidos en EEUU y que, en ausencia de esa deuda pública amortizada, habrían sido adquiridos íntegramente por los estadounidenses. ¿Cómo puede afirmar Mosler que reducir el poder adquisitivo de los estadounidenses futuros (limitando sus posibilidades de consumo e inversión) no equivale a empobrecerlos? Claro que es equivalente y por eso serán nuestros nietos quienes paguen nuestros excesos presentes.
Los errores en la perspectiva dinámica
Podríamos pensar en un supuesto en el que, sin embargo, el gasto público financiado con impresión de dólares (con mayores “cuentas corrientes en la Fed”) le saliera aparentemente “gratis” a la sociedad: cuando existen numerosos “recursos ociosos”, una mayor impresión monetaria permite movilizar esos recursos e incrementar con ello la producción, de manera que el endeudamiento público se autofinancia. Sin embargo, también cabe la posibilidad inversa: que un mayor gasto estatal reduzca la producción, incluso cuando existen recursos ociosos. Es decir, en este punto abandonamos la perspectiva reduccionistamente estática (quién paga el mayor endeudamiento estatal asumiendo un efecto neutral de éste sobre la producción) para pasar a plantearnos sus efectos dinámicos (qué efecto tiene el endeudamiento estatal sobre la producción futura).
Analicemos primero el caso típicamente depresivo de que existan recursos ociosos. En principio, puede parecer que si el Estado imprime dinero podrá contratar a trabajadores parados y que éstos podrán empezar a producir bienes y servicios: más gasto y más producción implica más tarta para repartir entre todos y, por tanto, ausencia de inflación. El problema es que esta intervención estatal sólo será no inflacionista si el valor de mercado de los nuevos bienes que producen los trabajadores supera el coste de contratarlos y si esa nueva producción llega al mercado antes de que los trabajadores decidan gastar los dólares impresos con los que se han pagado sus salarios. Si estas dos condiciones no se cumplen, entonces la mayor producción de unos bienes se logrará a costa del menor consumo de otras personas o incluso de la menor producción de otros bienes (por ejemplo, si con el nuevo dinero se sobrepuja por el petróleo, su precio se elevará y lastrará la capacidad productiva de aquellas compañías intensivas en petróleo marginalmente menos rentables); pero, si estas dos condiciones se cumplen, entonces no será en absoluto necesario que el Estado imprima dinero y gaste, ya que estaremos ante una oportunidad de negocio que cualquier empresario podrá aprovechar. Esto es, el gasto público costeado con impresión de billetes ni es suficiente ni necesario para aumentar la producción cuando haya capacidad ociosa, pero sí es suficiente para reducirla, por lo que deberíamos evitar recurrir innecesariamente a él.
Pero Mosler no se limita a analizar el caso de una economía con recursos ociosos: también opina que la acumulación de deuda pública no minora la capacidad productiva de economías que funcionan a pleno rendimiento. Una sociedad con un 500% de deuda pública sobre PIB no tiene nada de qué preocuparse, a juicio de Mosler: su producción potencial será la misma que la de una sociedad con una deuda pública del 5% del PIB. A estas alturas, sin embargo, ya debería ser evidente por qué ello no es así.
Primero, una sociedad con una deuda pública tan descomunal será una sociedad en la que el gasto público haya jugado una influencia esencial a la hora de determinar los patrones de producción básicos de esa sociedad, y las decisiones empresariales centralizadas y monopolísticas tienden a ser subóptimas frente a las descentralizadas y competitivas. Segundo, una sociedad con una deuda pública del 500% es una sociedad que o bien destina gigantescas porciones de ahorro anuales a mantener la deuda pública en ese nivel, o bien comienza a pagarla por una de las tres vías vistas antes: más inflación, más impuestos o menos gasto. La perspectiva futura de cualquiera de estos tres efectos desincentiva la rentabilidad de la inversión empresarial dentro de esa sociedad (también el menor gasto público, ya que se trata de reducir el gasto manteniendo el nivel de impuestos): por consiguiente, los incentivos a ahorrar y a invertir en una economía con una enorme deuda pública se reducen de manera muy considerable y, por tanto, también su capacidad de creación de riqueza futura.
Por consiguiente, tanto desde un punto de vista estático como desde un punto de vista dinámico, Mosler se equivoca. Más deuda pública amortizada con más papel moneda supone el empobrecimiento de una parte de los acreedores del Estado: los acreedores que poseen deuda pública vencida (el equivalente a los impositores a plazo fijo cuyo depósito a plazo vence) se enriquecen a costa del empobrecimiento de los acreedores con deuda no vencida (tanto deuda pública a plazo no vencida como papel moneda, esto es, pasivos fiscales no usados en el pago de impuestos). Precisamente como consecuencia de ese empobrecimiento futuro, además, la acumulación de deuda pública estatal supondrá una espada de Damocles para el sistema económico, en la medida en que amenazará con una creciente pauperización de la inmensa mayoría de acreedores del Estado (que, en una sociedad que utiliza como dinero pasivos fiscales del Estado, es todo el mundo).
Por tanto sí: los déficits públicos los pagarán doblemente nuestros nietos. O, si queremos mayor precisión, nosotros mismos en el futuro, nuestros hijos, nuestros nietos y acaso nuestros bisnietos. Quien no lo paga es el maná caído del cielo.
fuente: http://lacartadelabolsa.com/leer/articulo/los_deficits_publicos_si_los_pagaran_nuestros_nietos
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