En Marzo del 2007, el entonces presidente de la República Francesa,
M. Nicolas Sarkozy, manifestó, argumentándolo, que era necesario un
nuevo Contrato Social. Hubiese sido muy interesante que se hubiese
indagado hasta los últimos razonamientos los motivos de tal nueva
necesidad; posiblemente ahora se sabría mejor a qué atenerse y lo que
está tras doblar la esquina.
La esencia de lo que hoy se conoce como ‘Contrato Social’ fue formulada
por John Locke y por Jean-Jacques Rousseau cuando se estaba formando el
embrión de la filosofía sobre la que se construyó el Sistema
Capitalista y cuando se puso en negro sobre blanco y con nombres y
apellidos las definiciones de lo que sería la estructura del Sistema
Capitalista. Aquello, cuando se dieron las condiciones precisas, fue
modulado por Roosevelt y por la Cristiano y la Socialdemocracia y
extendido, de uno u otro modo y con las correspondientes adaptaciones
culturales, a todas las partes posibles del planeta para manifestarse en
lo que hoy percibe el hombre de la calle: el modelo de protección
social y las políticas redistributivas. Eso es lo que M. Sarkozy (y
otros) decía que había que modificar.
Algo es preciso tener muy claro antes de seguir con el tema: la
protección social y la redistribución no las consiguieron quienes de
ellas se beneficiaron, las implantaron los que ostentaban el poder
porque era pertinente que, la ya ciudadanía, tuviera protección social y
que se redistribuyera la renta porque si no el sistema se hubiese
paralizado, por lo que ese poder que ostentaban se habría esfumado. Es
decir, el Contrato Social se plantea en los siglos XVII y XVIII, se
diseña a principios del XX, se implanta a mediados de ese mismo siglo y
se empieza a liquidar a sus finales porque la necesidad que lo promovió
ha desaparecido ya que a quienes iba dirigido: los no propietarios de
los medios de producción (entendido este concepto en sentido muy
amplio), habían dejado de ser necesarios o cada vez lo eran menos.
El corolario de tal desaparición fue el cuestionamiento de la
democracia. Es muy significativo que fuese el Jefe de un Estado
democrático el que pusiese en tela de juicio el Contrato Social. La
democracia como sistema político -‘un ciudadano un voto’- estaba
indefectiblemente vinculada a la suficiencia material de quien votaba,
por ello la imagen de libertad y democracia llega a su máximo en el
momento en el que cualquier ciudadano puede tener acceso a un BMW Serie
3, o a un traje de Armani, o a un Rolex Submariner, o a un apartamento
todo equipado.
Esa fase: la del acceso ilimitado, es el momento en el que el Contrato
Social ya es manifiestamente inútil para el poder porque las condiciones
que lo motivaron ya no existen. A la ciudadanía se le dieron pensiones,
y prestaciones por desempleo, y una amplia educación a sus infantes y
jóvenes, y becas y ayudas, y una asistencia sanitaria universal porque
esa ciudadanía era necesaria para que produjese y consumiese cada vez
más y pagase los impuestos con los que se financiaban las donaciones del
Contrato Social; ese poder también contribuía con algo y por ello
visualmente se mantenía la ficción de una reducida desigualdad ya que
los beneficiarios del Contrato Social aceptaban el rosario de paraísos
fiscales que tapizaban el planeta. Implícitamente los beneficiarios
sabían que tenían que permitir que todo el mundo tuviese la fiesta en
paz porque si no podían perder lo conseguido. ¿Mayo del 68?, tan sólo
unos jóvenes que no entendían ese maravilloso Contrato.
Cuando desde principios de los 80 esa necesidad empezó a desaparecer,
las bases sobre las que se sustentaba el Contrato Social empezaron a
tambalearse. La cosa siguió porque su masa era gigantesca y la inercia
imparable, pero cada vez más voces, tímidas y no tanto, fueron
cuestionando los principios del acuerdo, y los recortes fueron llegando
de forma inapelable. El problema, no obstante, era evidente: sin empleo
no había consumo-de-todo ni beneficios, por lo que, llegados los 2000,
se dio la última vuelta de tuerca al Contrato Social: ya daba igual que
se necesitase mucho o poco factor trabajo por lo que el acento dejaba de
estar en la remuneración del mismo y podía ponerse en el mero acceso:
concediendo capacidad de endeudamiento a esos beneficiarios se
capturaban sus posibles rentas futuras, se colocaban los excedentes
generados donde fuese, y se conseguían ciudadanos felices que no
protestaban recortes y crecientes desigualdades en la distribución de la
renta. En ese instante M. Sarkozy pronuncia su alegato y la precrisis
hace su aparición dando la razón al mandatario y poniendo de manifiesto
que la protección social era insostenible y la redistribución de la
renta inútil porque ya no todos sus beneficiarios son necesarios.
¿Ahora?. Partiendo de la base de que las revoluciones no están de moda y
de que los instrumentos represivos del poder son inimaginables, las
posibilidades de revertir el proceso son más bien escasas. (Curiosa la
lista de ministerios en los que, según anunció M. Hollande en su
entrevista televisada, no se producirán recortes: educación, justicia e
interior).
Aquello que se denominaba Contrato Social está muerto porque el
escenario que lo propició es otro, y en el actual no hay sitio para
acuerdos entre individuos, sino para determinación de prioridades por
parte de grupos de poder. Suena fatal, ya, pero ni tiene que ser
necesariamente terrible: dependerá de los lugares a los que se quiera
llegar, ni hay posibilidad de que sea de otra manera. En el siglo XIV,
un momento en el que las revoluciones sí estaban de moda, una oleada de
revueltas campesinas recorrió Europa, los campesinos fueron masacrados
pero aquello contribuyó al nacimiento de los Estados, otra cosa que hoy
está en crisis porque también ha dejado de ser necesaria.
Cada parte de la Historia ha sido de una manera, y las transiciones
entre esas partes siempre han sido tensas, mucho, y en ellas siempre ha
habido damnificados. Ahora nos ha tocado vivir una transición y el
Contrato Social va a ser uno de esos damnificados. En la última
transición el pueblo, la ciudadanía, fue a mejor, ahora a ese pueblo, a
esa ciudadanía, le va a tocar ir a peor, y por una sola razón: porque en
esas circunstancias que cambian menos cantidad de ese pueblo, de esa
ciudadanía es necesaria.
No hay más; ni hay menos.
Santiago Niño-Becerra. Catedrático de Estructura Económica. IQS School of Management. Universidad Ramon Llull.
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