Había una vez un mundo en el que sobraba dinero (no pregunten porqué sobraba: ahora eso no toca). Billetes, no, dinero cuyo soporte eran bits de ordenador y que era la contraparte de unos contratos que correspondían a unos actos económicos basados en posibilidades, probabilidades, incertidumbres y futuribles. Ese dinero, cuyos propietarios eran muy pocos, estaba parado, quieto, lo que era malísimo porque no generaba rendimientos, por lo que había que inventar algo para los beneficios apareciesen. Y se inventó.
El invento por novedoso parecía una locura: prestar a los pobres y a quienes nadie prestaba tomando como garantía el valor de cosas cuyo precio no cesaba de crecer, para apoyar eso un supuesto: que ese valor siempre continuaría creciendo; y prestar a todos mucho, muchísimo; y vender unos productos financieros cuyos fundamentos eran tan sólo el esperar que su valor siempre continuase creciendo a fin de que siempre continuasen comprándose.
Se igualaron riesgos entre países; los bits viajaron entre puntos del planeta a la velocidad de la luz y con la misma facilidad que con un cuchillo caliente se corta mantequilla; se concedieron capacidades de endeudamiento a personas, a compañías, no respaldadas por nada; ese mundo creció como nunca, tanto que el presidente de uno de sus organismos manifestó abiertamente que ‘el mundo iba bien’.
Y cuando la capacidad física de endeudamiento se agotó, todo empezó a derrumbarse porque el fundamento último del proceso era la deuda, la privada, más que la pública.
Luego en ese mundo se puso en marcha una cosa rara para arreglar la situación que no arregló nada y que para lo único que sirvió fue para endeudar más a Estados ya endeudados. Y continuaron las transferencias de renta de abajo hacia arriba, de los muchos: hacia donde había ido, hacia los pocos que siempre lo habían tenido, pero no tanto ya en forma de bits sino de plantas industriales, de yacimientos minerales, de concesiones de servicios, de edificios emblemáticos, de bienes que eran adquiridos a precio devaluado con el mismo dinero que había sido prestado transmutado en menos valor debido a la degradación producida por la acumulación de una deuda impagable.
El tiempo fue pasando y el escenario cambiando. Todo se concentró en unas pocas manos. Las zonas con posibilidades resurgieron, no las que no. Se pagó por acceder al uso de bienes y activos cuya propiedad no pertenecía a quienes los usaban. Había estabilidad pero no crecimiento; escasez pero no miseria. Se olvidó el pasado: no hubo tristeza, pero no había alegría.
Y en algún lugar alguien murmuró: ‘¡Por fin las cosas han recuperado su orden!’.
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Felices Fiestas aunque, en numerosos casos, solo pueda ser como deseo.
Santiago Niño-Becerra. Catedrático de Estructura Económica. IQS School of Management. Universidad Ramon Llull.
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