“La Generalitat realizará 1.500 despidos en el sector público” (El País 16.07.2011, Pág. 1), y luego, en Pág. 12: “La Generalitat presentará un ERE para 1.500 empleados de empresas públicas”. Las noticias no se refieren a personal integrado en los cuerpos de la función pública en el más estricto sentido de la palabra: es personal de la Administración con alguna modalidad de contratación laboral, pero que entra totalmente en el rótulo ‘Empleo Público’ y que a los ojos de la gente son ‘funcionarios’.
Es curioso lo que ha sucedido con el factor trabajo ocupado en las administraciones públicas, muy curioso. Hasta hace cinco años un funcionario era ‘un pringao’: quienes sabían, quienes sabían lo que había que hacer, compraban un piso un Lunes y lo vendían un Viernes ganándose 30.000 euritos; o ‘se sacaban en horas tanto como en sueldo’. ‘Pareces tonto tío, yo me levanto al mes cuatro veces lo que tú te sacas en ……..’, decía el que sabía lo que había que hacer al amigo empleado público del negociado de Hacienda o del departamento de vialidad de un Ayuntamiento o de un Gobierno regional.
Y era cierto, los mil o mil doscientos euros, o los novecientos de un empleado público se transformaban en cuatro o cinco mil o en mucho más, en el caso de muchos trabajadores de la construcción, o encargados de barras en bares de copas -‘Y además ligo, tío, cada noche’-, o trabajadores de empresas de transporte -‘Y la mitad en negro’-, mientras, el empleado público hacía sus horas a cambio de sus mil euritos mensuales. Hasta que las cosas cambiaron.
‘¡Estoy hasta los cojones de pagar impuestos como un cabrón para pagar a funcionarios que se pasan el día tocándose los huevos!’ exclamó el empleado de la construcción cuando empezaron a reducirle horas y sueldo, y algo parecido dijo el encargado de la barra del bar de copas cuando empezó a rumorearse que el local podía cerrar, y palabras calcadas pronunció el transportista cuando los encargos comenzaron a descender. De la noche a la mañana aquel pobre pringao al que le daban mil euros a cambio de ocho horas se había convertido en un ‘hijoputa al que había que seguir manteniendo’.
Prácticamente nadie, preguntó: ‘Ese empleado público, ¿qué hace?, ¿a qué se dedica?’. De la noche a la mañana el empleado público se convirtió en el monstruo comegalletas que estaba esquilmando unos recursos que, se decía, estaban escaseando. A día de la fecha, la inmensa mayoría del empleo público, funcionario o contratado, lleva perdido, en dos años, el 8,5% de sus ingresos: la reducción habida más la congelación actual, sin embargo cuando un Gobierno anuncia reducciones de empleo público muchos esbozan sonrisas de satisfacción, ¿por qué?.
Por algo que ha pervertido y lleva pervirtiendo la esencia de una actividad absolutamente esencial, la del empleo público: al funcionario es extraordinariamente difícil despedirle. La inmensa mayoría de la población piensa que es injusto (lo piensa en las recesiones, en esta crisis, le importa un rábano en los booms) que el empleo público sea vitalicio; posiblemente ignore el motivo de que sea así.
Antes no lo era, y pasaban las cosas que el escritor Mariano José de Larra contó tan bien en sus trabajos; para evitar eso se decidió, sabiamente, que el funcionariado sería una carrera técnica al margen de quienes gobernasen y de su color (claro que en España, tras la Guerra Civil, quienes la ganaron hicieron una limpieza, pero eso es otra historia), ¿por qué?, pues para que la administración de las cosas públicas tuviese una continuidad al margen de cambios de Gobierno: al ser profesionales quienes llevaban a término sus tareas pervivían a colores políticos porque lo que hacían estaba más allá de colores políticos: suturar un corte de veinte centímetros producido en un accidente de tráfico no entiende de siglas de partidos).
‘Ya, pero, ¿por qué existen empleados públicos?, ¿por qué el Estado y los Gobiernos locales deben realizar tareas y trabajos?, ¿por qué no se privatiza todo?’, pregunta alguien. Cuando, tras la II Guerra Mundial, el planeta entró en el estado de bienestar en el que ha estado hasta hace poco, se llegó a la conclusión de que existían una serie de bienes y servicios en los que a la iniciativa privada no le interesaba entrar porque por esos bienes y servicios no se podían vender a precios libres debido a que eran bienes y servicios a los que, por definición, todo el mundo debía tener acceso; a la vez que, al hacerlo, se redistribuía renta de los más ricos hacia los más pobres a través de las mucho mayores contribuciones fiscales que aquellos pagaban a fin de financiar los bienes y servicios que todos consumían. En unos países esta sistemática se llevó más lejos y en otros se quedó más cerca, pero en casi todo el planeta ese mundo quedó reservado para el empleo público.
Hoy el funcionario se halla en retroceso porque todo lo que lo justificaba lo está: relean el párrafo anterior. Si a eso añaden un nivel de desempleo megaelevado -y creciendo-, el que un Gobierno central, regional o local anuncie que va a reducir el número de empleados públicos, independientemente de lo que hagan, tiene el vítor asegurado: ‘menos hijoputas que se están tocando los huevos’, y si, encima, se dice que se les va a pagar menos, la explosión de júbilo entre gran parte del electorado está asegurada, esté en paro o no lo esté. Es decir, eliminar funcionarios y pagarles menos se han convertido en arman electorales.
‘Pero, encima, ¿de qué se quejan si no se le puede echar?’, exclama otro alguien. Aquí radica una de las lacras con la que nació la función pública y que nunca nadie ha querido abordar. Empleados públicos los hay buenos y extraordinarios, regulares y mediocres, y jetas, vagos y mangantes, como en toda empresa privada que fuese grande o muy grande. Reparen en que los tiempos verbales son distintos: hoy la empresa privada grande o muy grande ya se ha sacado de encima a un montón de trabajadores (con cargo a presupuesto público, en muchos casos, gran parte de sus percepciones aunque casi nadie reniegue contra ‘los prejubilados’), montón de trabajadores entre los que, por pura lógica, deberían estar los jetas, vagos y mangantes que pudiera tener por pocos que éstos fueran; pero, por estatuto en los cuerpos de la función pública, algo así es inaplicable.
En todos los países, en todas las administraciones públicas españolas van a reducirse, se están reduciendo, empleados públicos, pero aquellas/os con contrato laboral, no quienes tienen estatuto de funcionario. Hoy, en España se están yendo a la calle, se irán a la calle, supereficientes empleados públicos con contrato laboral y seguirán en su puesto jetas, vagos y mangantes por el mero hecho de que son funcionarios, y esto es algo que ningún partido político ni ningún sindicato ha querido abordar jamás. ¡Larra, vuelve, por favor!.
Y no: yo no soy funcionario.
(Y a ver si de una vez nos enteramos: en España HAY POCOS empleados públicos en comparación con Europa. En relación a la población ocupada, la tasa es del 13%, en Francia es de más del 16%, en Suecia del 31%, y dentro de España tampoco es igual en todas partes: en Extremadura la tasa es el triple que en Catalunya. Y no, tampoco los miembros de los Gobiernos que firman despidos de empleados públicos se refieren nunca a esas cifras, ¿por qué será?. ¿Será porque tendrían que hablar de cosas de las que no quieren hablar?).
Santiago Niño-Becerra. Catedrático de Estructura Económica. Facultad de Economía IQS. Universidad Ramon Llull.
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